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La ventana diminuta en la cima de la manzana

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 Da a a la oscuridad la ventana diminuta del comedor y sólo relucen faroles amarillentos que sobreviven al viento que parece nunca dar tregua. El salitre se disimula con delicadeza tanto por color como por olor y podría estar en cualquier sitio, en cualquier ciudad ventosa, lejos de todo vínculo cercano, donde el sol abraza y el viento seca las mejillas y la humedad pareciera no existir. El coro de pájaros acompaña cada mañana, bien podrían ser sinsajos sobrevivientes del exterminio petrolero, de la urbanización no planificada y la pobreza acuciante de cada rincón del planeta.  Designios extraños del oxímoron del libro albedrío la llevaron al sur y quizás con las semanas la combinación de pandemia y soledad le saquen filo a la pluma oxidada y a sus divagues sobre la libertad. Extrañas circunstancias donde valía más no pensar demasiado la llevaron a la cima de la manzana desde donde ver la ciudad por la ventana diminuta del comedor que golpea cada noche producto del viento apurado que n
Lo ideal, que nunca sucede, sería que lloviera a cántaros para aunque sea potenciar la idea de que elegimos estar encerrados por voluntad propia. Pero lo cierto es que lo ideal no sucede nunca, que las verdades no son absolutas y las cuarentenas no son para siempre. ¿Existirá realmente la redención o será otra ficción diagramada para hacernos sentir bien? En todo caso debería estar vinculada con el perdón y en ese punto, en este casillero del juego, la Oca pierde toda orientación. Qué será perdonar, cuál será el límite entre la confianza y la ingenuidad, si es que existe. Lo que claramente no existe es un refugio tranquilo para pensarlo sin interrupciones ni paranoias epidemiológicas. Quizás, si tocará algún instrumento podría transformar esta desazón en algo bello para alguien, pero como ese ideal es otra fantasía insípida e imposible, sólo tengo palabras cargadas de dudas, no tengo nada mejor que decir que soy yo quien intenta sobrevivir a la pandemia y al recelo.
Vilma cocina fideos con manteca un noche de verano mientras las luces sobre el balcón titilan y proyectan sombras en los muebles. No tiene queso pero aún así le parece una gran cena de jueves por la noche. Escucha Serú Giran y fuma cigarrillos mentolados.  Ezequiel barre el polvo de su habitación, del comedor, del cerebro y del corazón. Grita hacia adentro escuchando Foo Fighters, descubre la nueva vida después de renunciar a su trabajo y mira a la incertidumbre de frente reflejada en su ventanal. Su ventanal enfrentado al edificio de al lado da de lleno al balcón de Vilma donde mira sin ver las luces titilantes, las plantas recién regadas y las sombras intermitentes de algo similar a una biblioteca.  En sus mundos de jóvenes adultos se preguntan,, allá en lo profundo, ¿qué será tener un hogar? Una casa con patio y árboles, un departamento luminoso con vista a la ciudad, muebles hermosos y artículos de decoración, aroma a bizcochuelo de vainilla o a salsa de tomate, estar solo,
Desde lo alto del universo naves espaciales mandan fotos de la Tierra, el blanco de las nubes, el azul de los océanos, el verde y marrón de los suelos, el rojo del fuego. Y el fuego en Australia, en Australia los canguros y koalas, en Australia la destrucción. De allá lejos nos llega el humo con el viento que toca tierra en la Reserva y también la incinera. El viento llega a mi ventana donde golpea puertas y ventanas chocándome en la cara. ¿Habrá mañana?  En Asia los bombardeos y la guerra; a kilómetros del mejor lugar del planeta un rubio desquiciado manejando el mundo desde Twitter; en los cerros de colores les niñes muriendo de hambre; en la ciudad el sol quemándome la espalda; en el barrio más viento, viento que traerá ¿qué cosa?; en el edificio un chico me sostiene la puerta y no me doy cuenta; en la cocina un olla con agua hirviendo y en una habitación montones de cajas y bolsas que miro petrificada desde la puerta perdiendo noción de la guerra, del viento, del hambre y del fu
Tren Sarmiento, cinco de la tarde de un sábado. Lleno, explotado, no sé cómo voy a bajar cuando llegue mi estación, entre la gente, las bicicletas, los bolsos y los carritos. Estoy en el furgón, un furgón mucho más elitista que los que conocí de chica. Eran amarillo oxidado, con mucha gente, mucho de la esencia del conurbano. Trabajadorxs cansadxs, grandes y jóvenes, ranchadas, alcohol, cumbia, marihuana y vendedores ambulantes. En un mismo vagón cierta mística de barrio y cierto riesgo en ser adolescente mujer.  Pasa un señor predicando la palabra de Dios pero no me ofrece su palabra impresa en volantes, ¿no hay salvación para mi? ¿Será por mujer, por mirar el celular para escribir esto, por el pañuelo verde, o sólo por indiferencia? Quizás me volví difusa e inmaterial y ya nadie me ve.  Hay una pareja sentada en el piso, francamente está despatarrada, abrazades, frente a sus bicicletas colgadas del soporte que se bambolean al ritmo de los 5km por hora que mete nuestro tren del

Las cosas que sé de vos

Hace un calor de morirse, de esos que pones El Muro e Invernalia sobre la avenida y se derriten a velocidad récord y los salvajes se refugian bajo el aire acondicionado y los caminantes blancos se materializan en forma de factura de luz. Y esa necesidad de vacaciones aparece cual pensamiento automático y mandato superyoico a la vez entonces armo viajes, hago planes y me encuentro lejos del cemento horroroso de la ciudad entre árboles florecidos sacando fotos, descalza con maya y shorcito. Se acerca a eso dormir con vos, que es como estar de vacaciones en algún lugar con campos y aire fresco, sobre el pasto mullido y donde el tiempo no pasa y nada apura ni peligra. En algunas mentes será sobre la arena, con el viento en la cara y la cara frente al mar y en otras tal vez se parezca más a los ríos entre montañas, la paleta de colores de los cerros, la nieve respirando allá bien alto y una manta sobre el suelo con una taza de té caliente. Podría también ser en medio de la ciudad, entre
Gracias por terminar con el macrismo y por el viaje a Orlando; llevese el resto y por favor no vuelva nunca más.  Vi la foto de aquel pasado agosto, lluvioso, despeinado y con todo embalado. Y la borre porque sólo quedó la lluvia y está diluviando hace días sin lavar nada, gota a gota sobre el suelo mojado del dolor del fracaso. A cuentagotas, cual tortura china, se caen pedacitos de la piel que quedó seca por la sal y adolorida como si tuviera cientos de cortes por todos lados, cortes similares a los que te hace el filo de una hoja... nunca nadie espera lastimarse con una hoja. Solo intenta que no se manche ni se arruge y aún así con algún desafortunado movimiento se lastima y la hoja en blanco mira la piel roja y rasgada y parece un momento de confusión extendido al infinito.  Recuerdo el fin de año pasado y son mil hojas rasgando mi cuerpo, apuntandome con el filo al pecho.